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Belleza en medio del dolor.

En febrero, los responsables ya insistían en que me declarara militante de su organización. Les respondí que no podía justificar que, para alcanzar objetivos políticos y sociales, se tuviera que matar, y que por eso no podía afiliarme a ellos. Mi clasificación cambió de pronto de “prisionero político” a “prisionero de guerra”.

Siempre se ejecutaba a los prisioneros de guerra. Los guerrilleros inventaron toda una lista de “acusaciones”, y luego me sentenciaron formalmente a muerte.

Entonces, los responsables lo intentaron todo para quebrantarme psicológicamente. “Los indios lo han abandonado”, me dijeron. “Hemos hablado con ellos, y ni uno solo se preocupa porque usted viva o muera”. No pude creerlo, pues seguramente recordarían los 28 años que habíamos pasado juntos. Ellos eran mi familia y, sin embargo, conforme los guerrilleros repetían sus aseveraciones, empecé a dudar. ¿Sería posible?

La tortura física que sufrí durante ese tiempo fue tan terrible, que probablemente jamás podré hablar de ella; lo peor de todo fue que me obligaron a presenciar las ejecuciones de otros rehenes. Lo más común era ordenar al rehén que se arrodillara en el lodo, apoyar una pistola de gruesa calibre en el temporal y volarle la tapa de los sesos. De vez en cuando se empleaban pelotones de fusilamiento, cuyas balas esparcían partes del cuerpo entre los árboles y el follaje, como si fueron húmedos montones de sangrienta basura. “Esto la pasará a usted si no firma una confesión”, me dijeron.

Pero también hubo momentos de profunda emoción. Una vez, mientras sufría uno de varios ataques de diverticulosis, perdí unos dos litros de sangre. Un médico que los guerrilleros habían llevado a la selva opinó que una trasfusión de sangre podría salvarme.

Inmediatamente, surgió una disputa sobre quién mercería el “honor” de donar su sangre; el elegido fue un joven que se había hecho cristiano. Después de las trasfusiones, estuvo sentado un raro junto a mí.

“Ahora, mi sangre fluye en tus venas, Papá Bruchko”, me dijo. Había lágrimas en sus ojos. Y también en los míos.

El canto de un ángel.

Esa misma noche, me despertó un dolor terrible. Esa vez, no pude aislarme de él. Nunca había sentido tal angustia.

En eso, sucedió algo asombroso. Un ave a la que conocíamos por el nombre de “Mirlo” comenzó a cantar. Al escucharla, me llamó la atención que aquel canto tuviera un efecto sedativo, pues la fascinante melodía en tono menor me resultaba dolorosamente familiar.

Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, el ave seguía cantando. ¿Sería una alucinación? Más que nada, porque todo el mundo sabía que esas aves no cantan de noche. Sin embargo, este canto “real o imaginario” estaba ejerciendo un efecto restaurador en mi espíritu y pude sentir que volvía a la vida.

Entonces comprendí. El ave interpretaba un cántico tonal de los Motilones, imitando los sonidos con una fidelidad tan pasmosa, que casi pude ver a Kaymiyokba y los demás Motilones cantando las profecías de la resurrección de Cristo en el estilo inmemorial de su tribu.

En ese momento supe que no me habían abandonado y que estaría nuevamente con los Motilones. Dios se había valido del canto de un ave para trasfundirme su sangre llena de vida.

A la mañana siguiente, uno de los guerrilleros cristianos se acercó a mi hamaca.

“¿Y bien?”, dijo suavemente. “¿Qué le pareció su concierto personal de anoche?”

Lo interrogué con la mirada.

“El Mirlo”, aclaró. “Su canto nos mantuvo despiertos toda la noche. ¡Nunca habíamos oído algo igual! Los muchachos se preguntaban si sería un ángel especial, enviado a cantar para usted”.

La “ejecución”.

En julio, me llevaron ante un responsable y me indicaron que debía prepararme a morir. Puesto que no quería firmar una confesión, iban a ejecutarme.

Tres días después, luego de haber dado clases por última vez, me condujeron a un pequeño claro, fuera del campamento. Varios guerrilleros me ataron las manos a la espalda, alrededor de una pequeña palmera, mientras mis ejecutores, 18 de ellos armados con metralletas, se alineaban. Pensé que no quedaría gran cosa de mí, pero por lo menos sería algo rápido. Procuré concentrarme en recuerdos de los Motilones, mis amigos.

“¡Apunten!”, ordenó el responsable al pelotón.

Varios hombres lloraban en silencio al apuntarme con las armas.

“¡Fuego!”

Sonaron los disparos, pero yo no sentí nada. Los hombres del pelotón me miraron con asombro, y luego examinaron las armas.

“¡Son balas de salva!”, gritó uno de ellos.

Había sido un último intento para hacerme ceder, pero no les había dado resultado.

A la mañana siguiente se me acercó Federico, un jefe de los guerrilleros, y me dijo:

--Bruce Olson, tengo buenas noticias para usted. ¡Queda en libertad! ¿Está contento?

Yo me encogí de hombros.

--Me es indiferente --repliqué--. Me preocupan los Motilones. ¿Qué será de ellos?

--Sí, sí --me tranquilizó--. Hemos resuelto dejar en paz a los Motilones, y usted puede continuar su labor entre ellos, como antes. Fue un error haberlo secuestrado y esperamos que halle en su interior la grandeza necesaria para perdonarnos. ¿Está contento ahora?

Me dejaron libre el 19 de julio de 1989, y solo entonces descubrí que el mundo exterior estaba enterado de mi cautiverio.

Los Motilones y casi todas las demás tribus de Colombia, actuando como un solo pueblo por primera vez, se habían unido para apoyar “al hombre que es nuestro hermano”, y amenazaban con declarar la guerra total a los guerrilleros si no me ponían en libertad. Los medios de comunicación se habían sumado a su causa, y pronto los había seguido todo el pueblo colombiano, denunciando a los guerrilleros.

El presidente de Colombia, Virgilio Barco Vargas, me dio la bienvenida al volver a la civilización.

“Usted es un símbolo nacional”, me dijo. “Por primera vez en la historia, los indios han defendido a un hombre blanco. Su causa ha unido a nuestro pueblo y le ha dado valor para combatir al terrorismo”.

He seguido con gran pesar las noticias de la guerra contra las drogas en Colombia, pero también estoy muy orgulloso. En el pueblo colombiano hay una nueva determinación para oponerse a los cárteles de las drogas. ¿Por qué ha resuelto el pueblo combatir?

La repuesta no es fácil, pero recuerdo, a mi regreso, al pueblo que me esperaba en las calles de Bogotá para darme la bienvenida. Todos declaraban: “Los Motilones nos han inspirado. Ya no toleraremos más tiempo a esos criminales por miedo a perder la vida”.

Tal vez el papel de los Motilones no sea valorado en toda su grandeza por muchos, pero yo creo que es auténtico e importante. Y le pido a Dios que así sea siempre.

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