Mayo de 1990
¡Rehén!
En 1960, Bruce Olson, joven estadounidense de 19 años, viajó en avión a Sudamérica llevando 100 dólares en el bolsillo y se internó solo en la selva que se extiende a lo largo de la frontera entre Colombia y Venezuela. Buscaba a una tribu de indios conocida con el nombre de los Motilones, que vivían como en la Edad de Piedra. Era un pueblo feroz, famoso por dar muerte a todo hombre blanco que se atreviera a hollar su territorio. Pero los Motilones se estaban muriendo a causa de varias epidemias, y el joven Bruce tenía la convicción que Dios lo necesitaba para ayudar a salvarlos. Durante los 30 años siguientes, Olson fundó diez centros de salud, 16 programas agrícolas, ocho cooperativas comerciales y 12 escuelas bilingües; todo atendido por los propios Motilones, algunos de los cuales ya habían hecho estudios universitarios. Fue entonces, una mañana de octubre de 1988, cuando los revolucionarios comunistas lo capturaron. He aquí su historia.
Era una calurosa mañana (de 43° C.), en las selvas ecuatoriales del noreste de Colombia, región a la que llaman Motilandia. Las aves graznaban y los micos chillaban cuando subí con 15 indios Motilones a la piragua que nos llevaría a una cooperativa de víveres. Sentí que estaba a punto de darme otro ataque de paludismo, y esperaba que la sudación provocada por el sofocante calor me ayudara a superarlo.
Mientras Kaymiyokba, buen amigo mío y jefe de los Motilones, gobernaba la embarcación, escudriñé las márgenes del río. Los guerrilleros colombianos consideraban que yo era la persona clave para lograr que los indios ''constante espine para los comunistas'' se afiliaran a su causa. Como había resistido todos sus intentos de reclutarme, varias veces me habían amenazado de muerte. Al acercarnos al muelle, alcancé a ver a dos guerrilleros armados. Sin previo aviso, el fuego de una ametralladora hizo saltar el agua en torno nuestro.
“¡Salgan de la canoa!” gritó un guerrillero. “¡Tiéndanse de cara al suelo!”
Kaymiyokba y varios otros Motilones caminaron, enojados, hacia los guerrilleros, con la intención de atacarlos a mano limpia, ante lo cual el guerrillero disparó otra ráfaga y una bala rozó la frente de Kaymiyokba; pero él se mantuvo firme.
“¡Bruce Olson es prisionero de la Unión Camilista del Ejército de Liberación Nacional!”, gritaron.
Este grupo de guerrilleros procastrista, conocido como el ELN, era la única de las cuatro principales organizaciones revolucionarias que no había querido aceptar la tregua con el Gobierno.
Debía dar a los Motilones la oportunidad de escapar; le dije a Kaymiyokba en su dialecto:
“¡No me sigan!”
Luego, hablé con los guerrilleros:
“¡Yo soy Bruce Olson, al que ustedes buscan! Dejan en paz a los Motilones!”
Empecé a alejarme, cuando alguien gritó:
“¡Alto, o disparamos!”
Aceleré el paso. De pronto, a unos 450 metros de los Motilones, dos guerrilleros saltaron frente a mí, me derribaron y me asestaron un arma en la cabeza. Conque así es como moriré, pensé.
Me ataron con fuerza las manos a la espalda, me pusieron de pie y ordenaron que caminara. Después de tres agobiantes días y noches, llegamos por fin al campamento de los guerrilleros.
Cartas de amor.
Me vigilaban las 24 horas del día. La mayor parte del tiempo permanecí con las manos atadas a la espalda, a pesar de que estaba muy enfermo de paludismo y sufría intensos dolores. Años antes, al hallarme herido o enfermo en la selva, había aprendido a aislarme de las molestias físicas. Cuando se está lejos de toda ayuda, con un brazo dislocado; es preciso seguir adelante: En estos momentos me decía a mí mismo: “Este dolor solo existe en mi cuerpo. Mi mente y mi espíritu están por encima de esto, y no participan”. Apliqué este método entonces, para soportar algunas de las peores circunstancias de mi cautiverio.
Tal vez parezca extraño, pero no estaba preocupado por mi destino, pues creía que mi responsabilidad consistía en dar servicio donde me encontraba y sabía que todo estaba en las manos de Dios.
“Es usted nuestro prisionero político”, me informó Manuel Pérez, director político nacional del ELN.
Años antes Pérez, ex sacerdote jesuita (es sorprendente el número de jefes guerrilleros que han sido sacerdotes católicos o ministros protestantes), me había invitado a trabajar con él en el movimiento revolucionario. Le contesté que los cristianos no debían dedicarse a matar.
“Deseamos que se una a nuestra dirección nacional”, me dijo Pérez en esta ocasión. “Queremos que organice los servicios sociales y de salud, y que funde escuelas … Así como lo ha hecho entre los indios Motilones. Si no se une a nosotros, lo mataremos”.
A los pocos días observé que algunos guerrilleros tenían fiebre palúdica y que otros presentaban síntomas de hepatitis, pues sus pésimos hábitos de higiene estaban contribuyendo a la propagación del virus de la hepatitis. Los guerrilleros escupían constantemente, contaminando el suelo, el agua y los alimentos. Mencioné este problema a uno de los oficiales del campamento, a los que llamaban responsables, y como por arte de magia todos dejaron de escupir.
Los dos meses siguientes viví en un constante vaivén: hoy me trataban amablemente; mañana, me maltrataban. Rehuía las discusiones y trataba de ayudar como mejor podía. Enseñé a los cocineros a preparar deliciosas salas con gusanos de palmera ahumados; hacía pan para todo el campamento tres veces por semana, y escribía floridas cartas de amor que los guerrilleros jóvenes analfabetos enviaban a sus novias. Ambos teníamos una estrategia: ellos querían entrar en mi vida y yo en la suya. Y yo era quien estaba progresando.
Subestimando al enemigo.
En enero ya me habían traslado a un tercer campamento. En un pequeño claro, los guerrilleros se construyeron refugios con palmas, pero a mí me obligaron a dormir al descubierto, sin protección contra las lluvias torrenciales; así que los insectos tenían festines conmigo de día y de noche.
Para combatir el tedio, pedí que me permitieron escuchar sus diarios discursos políticos, lo cual les agradó. La primera mañana que asistí se esforzaban por entender las diferencias entre el socialismo, el comunismo y la democracia. Les di una explicación bastante completa y, después, varios guerrilleros me preguntaban si accedería a actuar como presidente de debates. Con pocos estudios, o de plano sin ellos, muchos guerrilleros solo se habían dejado influir por los puntos de vista de sus dirigentes revolucionarios, partidarios de Castro. Esta función me dio la oportunidad de exponerles nuevas ideas.
Al conocernos mejor, los guerrilleros más jóvenes empezaron a llamarme Papá Bruchko. Los Motilones me habían puesto el apodo de Bruchko, porque así les sonaban mi nombre: Bruce Olson. Por broma, aquellos jóvenes guerrilleros agregaron “Papá”, ya que a los 47 años, era lo bastante viejo para ser su padre. Advertí que sus actitudes amistosas eran un esfuerzo para atraerme a su organización.
Al continuar nuestras discusiones, ofrecí enseñarles a leer y escribir. Los responsables vieron esto como una prueba de que me interesaba unirme a ellos, y por eso lo aprobaron. Cierto día, mientras daba clases, el principal responsable se quitó el elástico de un calcetín y empezó a tirarles a las hormigas gigantes que andaban en el piso. No ha oído ni una palabra de lo que he dicho, pensé.
Sin embargo, minutos después, hizo un concienzudo comentario que resumió mi plática. Eso me enseñó a no subestimar a los guerrilleros, pues era muy poco lo que se les escapaba.
Susurros en la noche.
Como a los cinco meses de cautiverio, me permitieron tener una Biblia. Estas líneas del Salmo 91 fueron alimento para mí: “Sí, Él te libra de la red del cazador, de la peste mortal; Él te cubre con sus alas, un refugio hallarás entre sus plumas”.
En Colombia, nación católica, apostólica y romana, hasta los guerrilleros aceptaban que el domingo era un día dedicado a “la iglesia”. Casa semana algunos más se nos unían en el estudio de la Biblia y el culto; incluso empezamos a orar juntos.
Al poco tiempo resolví que ya podía compartir con ellos mi fe personal. Pronto, unos cuantos se hicieron cristianos. Estoy seguro de que a los responsables les preocupaban las buenas relaciones que algunos guerrilleros estaban entablando conmigo. Y con mucha razón, porque su conciencia trasformada los inducía a cuestionar la moralidad de los actos terroristas.
Una noche, ya tarde, un joven se acercó a mi hamaca.
“Papá Bruchko”, susurró, “si me ordenan que lo ejecute, he resuelto negarme”.
Eso significaba que lo ejecutarían a él por desobedecer una orden, lo cual me conmovió profundamente.