Santa Fe de Bogotá, El Espectador
Revista del jueves, No. 1046, mayo 15 de 1997
Nuestra Gente
Él es el primer blanco en salir vivo de la zona donde habitan los Motilones. Ella lo encontró por azares del destino y comenzó a recibir visitas extrañas de indígenas míticos que la observaban. Ahora luchan para evitar que los blancos acaben con un estilo de vida fascinante.
Un Sueco y una Pianista Envueltos en
UNA HlSTORIA INSÓLITA
Bruce Olson le pagó el estudio y la estadía a 400 indígenas que hoy son profesionales y que se encuentran integrados a la selva. También les organizó cooperativas para vender sus cosechas y les dio la posibilidad de ser bilingües y biculturales, lo cual les permite defenderse del blanco, evitando ser engañados.
Antes de 1961 ningún hombre había salido con vida de las selvas que rodean al Catatumbo y mucho menos si osaba acercarse a una de las pocas culturas indígenas que jamás sucumbió a la presión del blanco: los Barí o Motilones. Bruce Olson, filólogo y antropólogo de origen escandinavo, lo logró. Criado en una familia de aristócratas en Suecia, Bruce sabía que su misión en la vida era salvar a una tribu de Sudamérica de la ofensiva blanca. Fue preparado espiritualmente para ello y a los 19 años salió de su casa y se internó en la selva colombiana. Allí encontró a los Barís. Gracias a la intervención de los Chigbarí (espíritus superiores que vigilan, castigan y protegen a los indígenas Barí), él pudo seguir viviendo. Y es que, de acuerdo con los recuerdos de un Barí, estos seres les ordenaron no hacerle daño al blanco, porque era buena persona. Fueron 28 años de convivencia y enseñanzas recíprocas. Bruce recibió su nombre de Yado y entabló tal relación con ellos, que aprendió hasta el último de sus secretos. Esto le costó ser secuestrado y torturado por la guerrilla, la cual buscó en él un intermediario perfecto para obligar a los indígenas a apoyar la causa. En el libro Somos Barí, de Hortensia Galvis, uno de los miembros de la comunidad recuerda el episodio. “Mis paisanos nunca comprendieron la actitud de la guerrilla.”
“Ellos pensaban: 'Nosotros nunca hemos sido egoístas. Si deseaban disfrutar de la compañía de Yado, la invitación debería haberse hecho cordialmente y no con una lluvia de balas'. ¡Quién entiende las cosas de los blancos!”.
Bruce fue torturado. Los Chigbarí se turnaban para ayudarle cuando lo velan sufrir. “Uno flotaba en el aire y al tocarlo le calmaba los dolores por las torturas. El otro se convirtió en una mirla que cantaba de noche. Sus melodías usaban los tonos de la lengua Barí para transmitirle mensajes. Así le infundían ánimo y consuelo. Por fin nos pusimos de acuerdo todos los guerreros más valientes. Rodeamos el campamento de la guerrilla y los amenazamos con nuestros arcos y flechas. Ese idioma de agresión contra agresión aparentemente sí lo comprendieron, porque no tardaron en dejarlo en libertad”.
Visitas de la Selva
Cuando Hortensia Galvis regresó de Viena -durante 9 años estuvo allí realizando un postgrado como pianista concertista-, se radicó en Bucaramanga. El destino se iba a encargar de hacer conocer a Bruce Olson. Ella recuerda que un día cualquiera fue a una mueblería. Quería que le pusieran a una cama ciertos herrajes especiales. Le contestaron que el único que tenía el modelo era un hombre llamado Bruce Olson. Lo localizó y pronto se hicieron amigos. Cuando él comenzó a relatarle la vida y leyendas de los Motilones, Hortensia se dio cuenta de la existencia de un mundo fascinante, de una hermosa filosofía y de una forma de vivir en armonía con la naturaleza y con el individuo mismo. Cierta vez, Bruce le presentó, en su apartamento, a un cacique indígena. “En ese momento -recuerda Hortensia, Bruce recibió una llamada amenazadora de la guerrilla. Tenía que irse del país. Lo noté bastante nervioso y le dije que yo tenía una manera de tranquilizarme que me resultaba muy bien: consistía en llenarse de luz y pedir protección a los maestros espirituales. Le expliqué cómo hacerlo. A medida que le enseñaba, noté que la atención del cacique se dirigía a mí”. El indígena regresó a su hogar y allí le contó a la tribu que había una blanca que “sabía cosas”. No se equivocaba. Durante toda su vida, Hortensia ha buscado “algo más”. Viajó a Tíbet a aprender de los lamas, digiere cuanto libro sobre espiritualidad cae en sus manos y dirige tres grupos de meditación. La fama de “la blanca” le picó la curiosidad a los Barís. Comenzaron a llegar a su apartamento. “Primero fue el chamán. Se estuvo conmigo toda una tarde. Yo no hablaba Barí, él no hablaba español. Solo me miraba. Le ofrecí gaseosa, bizcochos, té, galletas... él comía y me observaba. La visita terminó. Después le dijo a Bruce que yo era una persona honesta, que estaba bien”.
Las visitas de la selva seguían llegando, le contaban anécdotas, costumbres, mitos, leyendas. Se iba uno y llegaba otro. “Bruce traducía. Yo simplemente disfrutaba esa información y la grababa porque me parecía interesante”.
Discriminación Absurda
Hasta el momento nadie había pensado en escribir un libro sobre la cultura Motilona. Pero en julio de 1992 sucedió algo que impulsó a Hortensia a hacerlo. “Bruce sostenía a un grupo de estudiantes indígenas en Bucaramanga. Había comprado tres apartamentos y los había alojado allí. Los copropietarios emprendieron una campaña de hostigamiento sin misericordia para obligarlos a marcharse. Los acusaron de llevar enfermedades contagiosas, aumentar la basura y las cucarachas. Una señora, dizque muy piadosa, llevó a un cura para exorcizar a los “ateos”, y ante la mirada perpleja y asustada de los niños y jóvenes indígenas, el ritual se realizó”. Dos artículos de Hortensia en Vanguardia Liberal (ya ella había escrito columnas en ese periódico y en El Colombiano) dieron a conocer esa “exhibición grotesca de racismo” y los vecinos tuvieron que acabar con “su taimada agresión”. Era hora de cerrar un capítulo en la historia de discriminación contra los indígenas. Y sólo un libro que les diera a conocer, podría acabar con ese absurdo. Bruce se comprometió a ayudarle. Él le indicaría a Hortensia cuándo traspasaba los límites de la verdad para pasar a la exageración, le diría qué les perjudicaría que se dijera y qué podría ser del dominio público, le evitaría decir inexactitudes. Por ejemplo, un Barí recuerda que “mi papá murió por mordedura de culebra y mi mamá por enfermedad, quedando huérfano a los 5 años de edad... como rara vez una familia Barí acepta al hijo ajeno, la indiferencia de los de mi raza me habría condenado a morir de hambre...”. Así, Hortensia escribió que a los niños los dejaban morir. “Bruce me dijo que eso no era cierto. Simplemente, los Motilones no ven la importancia de salvarle la vida a un huérfano”.
Por Ahora, a Salvo
El resultado de este trabajo conjunto fue Somos Barí. Un hermoso libro que recopila leyendas, mitos, realidades y anécdotas sobre qué piensan los Barí del blanco. Uno de estos indígenas asegura que, hablando de lenguaje, hay un aspecto donde la lengua del blanco les aventaja. “Consiste -dice él- en la existencia de nociones como mentir, calumniar, asesinar, torturar, corromper, secuestrar. Ninguna de esas palabras tiene expresión equivalente en el lenguaje Barí, porque esas acciones jamás suceden en una comunidad de los habitantes de la selva”. Como ellos han alcanzado niveles espirituales muy altos, no están -como nosotros- centrados en el tiempo. Allí no existe ayer ni futuro. Afirma Hortensia que están ubicados en otras realidades, en donde tiempo y espacio no existen, todo es un eterno presente. Por ahora los Barí están a salvo. Hoy -explica Hortensia -se encuentran rodeados de un cerco de narcotráfico y otro de guerrilla. Esto ha sido muy positivo para ellos, pues ante narcos y guerrilleros no sucumben, pues tienen su sentido espiritual muy desarrollado y pueden sentir la vibración de violencia y muerte que emana de esta gente. Pero hubieran sucumbido a la gaseosa, el televisor y el dinero. Esto los ha mantenido aislados, conservando sus costumbres.
Hortensia Galvis hizo una edición privada y repartió algunos ejemplares en sitios claves, buscando la aceptación de una cultura diferente a la nuestra. El resto lo donó a la Fundación Maná, que rehabilita drogadictos y tiene salacunas para niños pobres. Ellos, a su vez, los venden a través de las librerías Francesa y La Era Azul. El producto va para la Fundación.
Prisma, LA REVISTA PARA TODA LA FAMILIA
Volumen 26, Número 2, Marzo/Abril de 1998
¡Increíble pero Cierto!
Bruce era un niño estudioso, del frío estado norteamericano de Minnesota. Sus papás no aprobaban el creciente interés que mostró en aprender de la Biblia y en pasar tiempo con creyentes cristianos fervorosos. ¡Pocos pequeños como él querían dominar idiomas antiguos como el griego y el latín! Se extrañaron todavía más cuando Bruce dejó la universidad a los diecinueve años de edad y salió en un viaje de aventura a Sudamérica. ¿Qué sería de ese muchacho tan especial?
Años después, Bruce ha llegado a ser hombre multifacético que habla más de quince idiomas, ha dado un discurso en las Naciones Unidas y es casi una leyenda en Colombia. Cuenta entre sus amigos a los máximos líderes del país y también a los indígenas más primitivos. Es casi increíble la historia de cómo él llegó en 1962 a la temible tribu de los Motilones, un joven enfermo, herido, débil, y por esa razón lo cuidaron hasta que estuviera sano, cuando lo pensaban matar. Pero Dios tenía otros planos. Bruce logró escapar, sólo para llegar a ser más tarde el máximo amigo de los Motilones en toda su historia, integrándose en su lengua y cultura.
Cuando Bruce fue tomado cautivo de los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) durante nueve meses entre 1988 y 1989, el mundo vio hasta qué grado habían sido cambiados los Motilones. Se unieron con las tribus Barí, Kuiba, Guahibo, Sáliva, Yuko, Tunebo y otras del nororiente colombiano, algo imposible en el pasado, para hacer una campaña por su liberación. Publicaron cartas abiertas en los periódicos y muchos editoriales y noticieros de televisión se maravillaron ante lo que estaba pasando. Al final de su secuestro Bruce fue condenado a morir fusilado, pero el comandante a última hora cambió las balas por cartuchos vacíos y después lo dejó libre. Y todo el esfuerzo del ELN por desestabilizar Colombia se esfumó porque muchos de sus miembros se convirtieron a Cristo por haber tenido a Bruce como su prisionero.
Actualmente, los Motilones siguen siendo hombres de la selva, pero con una gran diferencia. Existen ahora más de 60 escuelas donde se enseña en 18 distintos idiomas tribales además del español. Bruce ha logrado la creación de una reserva de territorio en perpetuidad, 630,000 hectáreas cuadradas de tierra para los Motilones Barí; ya no habrá invasores que traten de quitarles su lugar. Centenares de Motilones se han graduado de escuelas profesionales, pero han regresado a la tribu. Existen más de 50 centros de salud, 42 centros de agricultura, todo dentro de su región en la jungla. Y algunos de los indígenas hasta han logrado puestos políticos por primera vez en la historia de Colombia.
Lo que ha sucedido entre los Motilones no tiene paralelo en la historia de ningún país. En una ocasión el presidente colombiano comentó con el indígena Arabadoyca: “Esto realmente es desarrollo en respuesta a las necesidades de la comunidad”.
Pero Arabadoyca sabía que no era la medicina preventiva ni la agricultura tropical que había producido entendimiento y coexistencia entre las tribus. Respondió al presidente: “Es porque nuestra tribu camina ahora en las pisadas de un líder nuevo”. Significaba que lo reconocían como máximo cacique.
El presidente dijo con una sonrisa: “Sí, de Bruce el misionero”.
“No, no”, aclaró Arabadoyca. “Es Saymaydodji-ibateraducura”.
“¿Quién?”
“Jesucristo”.
A final de cuentas, quien ha transformado estos colombianos no es un misionero rubio que actualmente sufre de tripanosomiasis cruzi crónica y que durante 38 años ha caminado al lado de los Motilones, ayudándoles a construir centros para su progreso hasta que ellos mismos han visto la necesidad, dándoles la palabra de Dios en su propio idioma, demostrando frente a ellos una fe viva. Jesucristo es quien ha hecho todo.
Mayo de 1990
¡Rehén!
En 1960, Bruce Olson, joven estadounidense de 19 años, viajó en avión a Sudamérica llevando 100 dólares en el bolsillo y se internó solo en la selva que se extiende a lo largo de la frontera entre Colombia y Venezuela. Buscaba a una tribu de indios conocida con el nombre de los Motilones, que vivían como en la Edad de Piedra. Era un pueblo feroz, famoso por dar muerte a todo hombre blanco que se atreviera a hollar su territorio. Pero los Motilones se estaban muriendo a causa de varias epidemias, y el joven Bruce tenía la convicción que Dios lo necesitaba para ayudar a salvarlos. Durante los 30 años siguientes, Olson fundó diez centros de salud, 16 programas agrícolas, ocho cooperativas comerciales y 12 escuelas bilingües; todo atendido por los propios Motilones, algunos de los cuales ya habían hecho estudios universitarios. Fue entonces, una mañana de octubre de 1988, cuando los revolucionarios comunistas lo capturaron. He aquí su historia.
Era una calurosa mañana (de 43° C.), en las selvas ecuatoriales del noreste de Colombia, región a la que llaman Motilandia. Las aves graznaban y los micos chillaban cuando subí con 15 indios Motilones a la piragua que nos llevaría a una cooperativa de víveres. Sentí que estaba a punto de darme otro ataque de paludismo, y esperaba que la sudación provocada por el sofocante calor me ayudara a superarlo.
Mientras Kaymiyokba, buen amigo mío y jefe de los Motilones, gobernaba la embarcación, escudriñé las márgenes del río. Los guerrilleros colombianos consideraban que yo era la persona clave para lograr que los indios ''constante espine para los comunistas'' se afiliaran a su causa. Como había resistido todos sus intentos de reclutarme, varias veces me habían amenazado de muerte. Al acercarnos al muelle, alcancé a ver a dos guerrilleros armados. Sin previo aviso, el fuego de una ametralladora hizo saltar el agua en torno nuestro.
“¡Salgan de la canoa!” gritó un guerrillero. “¡Tiéndanse de cara al suelo!”
Kaymiyokba y varios otros Motilones caminaron, enojados, hacia los guerrilleros, con la intención de atacarlos a mano limpia, ante lo cual el guerrillero disparó otra ráfaga y una bala rozó la frente de Kaymiyokba; pero él se mantuvo firme.
“¡Bruce Olson es prisionero de la Unión Camilista del Ejército de Liberación Nacional!”, gritaron.
Este grupo de guerrilleros procastrista, conocido como el ELN, era la única de las cuatro principales organizaciones revolucionarias que no había querido aceptar la tregua con el Gobierno.
Debía dar a los Motilones la oportunidad de escapar; le dije a Kaymiyokba en su dialecto:
“¡No me sigan!”
Luego, hablé con los guerrilleros:
“¡Yo soy Bruce Olson, al que ustedes buscan! Dejan en paz a los Motilones!”
Empecé a alejarme, cuando alguien gritó:
“¡Alto, o disparamos!”
Aceleré el paso. De pronto, a unos 450 metros de los Motilones, dos guerrilleros saltaron frente a mí, me derribaron y me asestaron un arma en la cabeza. Conque así es como moriré, pensé.
Me ataron con fuerza las manos a la espalda, me pusieron de pie y ordenaron que caminara. Después de tres agobiantes días y noches, llegamos por fin al campamento de los guerrilleros.
Cartas de amor.
Me vigilaban las 24 horas del día. La mayor parte del tiempo permanecí con las manos atadas a la espalda, a pesar de que estaba muy enfermo de paludismo y sufría intensos dolores. Años antes, al hallarme herido o enfermo en la selva, había aprendido a aislarme de las molestias físicas. Cuando se está lejos de toda ayuda, con un brazo dislocado; es preciso seguir adelante: En estos momentos me decía a mí mismo: “Este dolor solo existe en mi cuerpo. Mi mente y mi espíritu están por encima de esto, y no participan”. Apliqué este método entonces, para soportar algunas de las peores circunstancias de mi cautiverio.
Tal vez parezca extraño, pero no estaba preocupado por mi destino, pues creía que mi responsabilidad consistía en dar servicio donde me encontraba y sabía que todo estaba en las manos de Dios.
“Es usted nuestro prisionero político”, me informó Manuel Pérez, director político nacional del ELN.
Años antes Pérez, ex sacerdote jesuita (es sorprendente el número de jefes guerrilleros que han sido sacerdotes católicos o ministros protestantes), me había invitado a trabajar con él en el movimiento revolucionario. Le contesté que los cristianos no debían dedicarse a matar.
“Deseamos que se una a nuestra dirección nacional”, me dijo Pérez en esta ocasión. “Queremos que organice los servicios sociales y de salud, y que funde escuelas … Así como lo ha hecho entre los indios Motilones. Si no se une a nosotros, lo mataremos”.
A los pocos días observé que algunos guerrilleros tenían fiebre palúdica y que otros presentaban síntomas de hepatitis, pues sus pésimos hábitos de higiene estaban contribuyendo a la propagación del virus de la hepatitis. Los guerrilleros escupían constantemente, contaminando el suelo, el agua y los alimentos. Mencioné este problema a uno de los oficiales del campamento, a los que llamaban responsables, y como por arte de magia todos dejaron de escupir.
Los dos meses siguientes viví en un constante vaivén: hoy me trataban amablemente; mañana, me maltrataban. Rehuía las discusiones y trataba de ayudar como mejor podía. Enseñé a los cocineros a preparar deliciosas salas con gusanos de palmera ahumados; hacía pan para todo el campamento tres veces por semana, y escribía floridas cartas de amor que los guerrilleros jóvenes analfabetos enviaban a sus novias. Ambos teníamos una estrategia: ellos querían entrar en mi vida y yo en la suya. Y yo era quien estaba progresando.
Subestimando al enemigo.
En enero ya me habían traslado a un tercer campamento. En un pequeño claro, los guerrilleros se construyeron refugios con palmas, pero a mí me obligaron a dormir al descubierto, sin protección contra las lluvias torrenciales; así que los insectos tenían festines conmigo de día y de noche.
Para combatir el tedio, pedí que me permitieron escuchar sus diarios discursos políticos, lo cual les agradó. La primera mañana que asistí se esforzaban por entender las diferencias entre el socialismo, el comunismo y la democracia. Les di una explicación bastante completa y, después, varios guerrilleros me preguntaban si accedería a actuar como presidente de debates. Con pocos estudios, o de plano sin ellos, muchos guerrilleros solo se habían dejado influir por los puntos de vista de sus dirigentes revolucionarios, partidarios de Castro. Esta función me dio la oportunidad de exponerles nuevas ideas.
Al conocernos mejor, los guerrilleros más jóvenes empezaron a llamarme Papá Bruchko. Los Motilones me habían puesto el apodo de Bruchko, porque así les sonaban mi nombre: Bruce Olson. Por broma, aquellos jóvenes guerrilleros agregaron “Papá”, ya que a los 47 años, era lo bastante viejo para ser su padre. Advertí que sus actitudes amistosas eran un esfuerzo para atraerme a su organización.
Al continuar nuestras discusiones, ofrecí enseñarles a leer y escribir. Los responsables vieron esto como una prueba de que me interesaba unirme a ellos, y por eso lo aprobaron. Cierto día, mientras daba clases, el principal responsable se quitó el elástico de un calcetín y empezó a tirarles a las hormigas gigantes que andaban en el piso. No ha oído ni una palabra de lo que he dicho, pensé.
Sin embargo, minutos después, hizo un concienzudo comentario que resumió mi plática. Eso me enseñó a no subestimar a los guerrilleros, pues era muy poco lo que se les escapaba.
Susurros en la noche.
Como a los cinco meses de cautiverio, me permitieron tener una Biblia. Estas líneas del Salmo 91 fueron alimento para mí: “Sí, Él te libra de la red del cazador, de la peste mortal; Él te cubre con sus alas, un refugio hallarás entre sus plumas”.
En Colombia, nación católica, apostólica y romana, hasta los guerrilleros aceptaban que el domingo era un día dedicado a “la iglesia”. Casa semana algunos más se nos unían en el estudio de la Biblia y el culto; incluso empezamos a orar juntos.
Al poco tiempo resolví que ya podía compartir con ellos mi fe personal. Pronto, unos cuantos se hicieron cristianos. Estoy seguro de que a los responsables les preocupaban las buenas relaciones que algunos guerrilleros estaban entablando conmigo. Y con mucha razón, porque su conciencia trasformada los inducía a cuestionar la moralidad de los actos terroristas.
Una noche, ya tarde, un joven se acercó a mi hamaca.
“Papá Bruchko”, susurró, “si me ordenan que lo ejecute, he resuelto negarme”.
Eso significaba que lo ejecutarían a él por desobedecer una orden, lo cual me conmovió profundamente.
Belleza en medio del dolor.
En febrero, los responsables ya insistían en que me declarara militante de su organización. Les respondí que no podía justificar que, para alcanzar objetivos políticos y sociales, se tuviera que matar, y que por eso no podía afiliarme a ellos. Mi clasificación cambió de pronto de “prisionero político” a “prisionero de guerra”.
Siempre se ejecutaba a los prisioneros de guerra. Los guerrilleros inventaron toda una lista de “acusaciones”, y luego me sentenciaron formalmente a muerte.
Entonces, los responsables lo intentaron todo para quebrantarme psicológicamente. “Los indios lo han abandonado”, me dijeron. “Hemos hablado con ellos, y ni uno solo se preocupa porque usted viva o muera”. No pude creerlo, pues seguramente recordarían los 28 años que habíamos pasado juntos. Ellos eran mi familia y, sin embargo, conforme los guerrilleros repetían sus aseveraciones, empecé a dudar. ¿Sería posible?
La tortura física que sufrí durante ese tiempo fue tan terrible, que probablemente jamás podré hablar de ella; lo peor de todo fue que me obligaron a presenciar las ejecuciones de otros rehenes. Lo más común era ordenar al rehén que se arrodillara en el lodo, apoyar una pistola de gruesa calibre en el temporal y volarle la tapa de los sesos. De vez en cuando se empleaban pelotones de fusilamiento, cuyas balas esparcían partes del cuerpo entre los árboles y el follaje, como si fueron húmedos montones de sangrienta basura. “Esto la pasará a usted si no firma una confesión”, me dijeron.
Pero también hubo momentos de profunda emoción. Una vez, mientras sufría uno de varios ataques de diverticulosis, perdí unos dos litros de sangre. Un médico que los guerrilleros habían llevado a la selva opinó que una trasfusión de sangre podría salvarme.
Inmediatamente, surgió una disputa sobre quién mercería el “honor” de donar su sangre; el elegido fue un joven que se había hecho cristiano. Después de las trasfusiones, estuvo sentado un raro junto a mí.
“Ahora, mi sangre fluye en tus venas, Papá Bruchko”, me dijo. Había lágrimas en sus ojos. Y también en los míos.
El canto de un ángel.
Esa misma noche, me despertó un dolor terrible. Esa vez, no pude aislarme de él. Nunca había sentido tal angustia.
En eso, sucedió algo asombroso. Un ave a la que conocíamos por el nombre de “Mirlo” comenzó a cantar. Al escucharla, me llamó la atención que aquel canto tuviera un efecto sedativo, pues la fascinante melodía en tono menor me resultaba dolorosamente familiar.
Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, el ave seguía cantando. ¿Sería una alucinación? Más que nada, porque todo el mundo sabía que esas aves no cantan de noche. Sin embargo, este canto “real o imaginario” estaba ejerciendo un efecto restaurador en mi espíritu y pude sentir que volvía a la vida.
Entonces comprendí. El ave interpretaba un cántico tonal de los Motilones, imitando los sonidos con una fidelidad tan pasmosa, que casi pude ver a Kaymiyokba y los demás Motilones cantando las profecías de la resurrección de Cristo en el estilo inmemorial de su tribu.
En ese momento supe que no me habían abandonado y que estaría nuevamente con los Motilones. Dios se había valido del canto de un ave para trasfundirme su sangre llena de vida.
A la mañana siguiente, uno de los guerrilleros cristianos se acercó a mi hamaca.
“¿Y bien?”, dijo suavemente. “¿Qué le pareció su concierto personal de anoche?”
Lo interrogué con la mirada.
“El Mirlo”, aclaró. “Su canto nos mantuvo despiertos toda la noche. ¡Nunca habíamos oído algo igual! Los muchachos se preguntaban si sería un ángel especial, enviado a cantar para usted”.
La “ejecución”.
En julio, me llevaron ante un responsable y me indicaron que debía prepararme a morir. Puesto que no quería firmar una confesión, iban a ejecutarme.
Tres días después, luego de haber dado clases por última vez, me condujeron a un pequeño claro, fuera del campamento. Varios guerrilleros me ataron las manos a la espalda, alrededor de una pequeña palmera, mientras mis ejecutores, 18 de ellos armados con metralletas, se alineaban. Pensé que no quedaría gran cosa de mí, pero por lo menos sería algo rápido. Procuré concentrarme en recuerdos de los Motilones, mis amigos.
“¡Apunten!”, ordenó el responsable al pelotón.
Varios hombres lloraban en silencio al apuntarme con las armas.
“¡Fuego!”
Sonaron los disparos, pero yo no sentí nada. Los hombres del pelotón me miraron con asombro, y luego examinaron las armas.
“¡Son balas de salva!”, gritó uno de ellos.
Había sido un último intento para hacerme ceder, pero no les había dado resultado.
A la mañana siguiente se me acercó Federico, un jefe de los guerrilleros, y me dijo:
--Bruce Olson, tengo buenas noticias para usted. ¡Queda en libertad! ¿Está contento?
Yo me encogí de hombros.
--Me es indiferente --repliqué--. Me preocupan los Motilones. ¿Qué será de ellos?
--Sí, sí --me tranquilizó--. Hemos resuelto dejar en paz a los Motilones, y usted puede continuar su labor entre ellos, como antes. Fue un error haberlo secuestrado y esperamos que halle en su interior la grandeza necesaria para perdonarnos. ¿Está contento ahora?
Me dejaron libre el 19 de julio de 1989, y solo entonces descubrí que el mundo exterior estaba enterado de mi cautiverio.
Los Motilones y casi todas las demás tribus de Colombia, actuando como un solo pueblo por primera vez, se habían unido para apoyar “al hombre que es nuestro hermano”, y amenazaban con declarar la guerra total a los guerrilleros si no me ponían en libertad. Los medios de comunicación se habían sumado a su causa, y pronto los había seguido todo el pueblo colombiano, denunciando a los guerrilleros.
El presidente de Colombia, Virgilio Barco Vargas, me dio la bienvenida al volver a la civilización.
“Usted es un símbolo nacional”, me dijo. “Por primera vez en la historia, los indios han defendido a un hombre blanco. Su causa ha unido a nuestro pueblo y le ha dado valor para combatir al terrorismo”.
He seguido con gran pesar las noticias de la guerra contra las drogas en Colombia, pero también estoy muy orgulloso. En el pueblo colombiano hay una nueva determinación para oponerse a los cárteles de las drogas. ¿Por qué ha resuelto el pueblo combatir?
La repuesta no es fácil, pero recuerdo, a mi regreso, al pueblo que me esperaba en las calles de Bogotá para darme la bienvenida. Todos declaraban: “Los Motilones nos han inspirado. Ya no toleraremos más tiempo a esos criminales por miedo a perder la vida”.
Tal vez el papel de los Motilones no sea valorado en toda su grandeza por muchos, pero yo creo que es auténtico e importante. Y le pido a Dios que así sea siempre.
Tomado de “Boletín Indigenista Venezolano”, Órgano de la Comisión Indigenista, Año IX - Tomo IX - Nos. 1-4, Caracas, 1964-1965
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¡Curiosidades desde Otro Punto de Vista!
Los Motilones, según Gerardo Reichel-Dolmatoff (1945), son antropófagos: “Ellos mismos me lo han confirmado varias veces, en distintas ocasiones y lugares, y se han interesado en saber si otras tribus también se ven obligados a comerse entre sí. Este canibalismo no es consecuencia de ninguna concepción mágica, sino que crece simplemente de la terrible falta de comida en ocasiones. Como presa los hombres escogen a una mujer sin familia que generalmente es una vieja o un inválido que impide los movimientos de la tribu. El plan se conviene secretamente entre los guerreros, quienes eligen a la víctima que luego rodean para asesinarla de un flechazo. El que dispara la flecha no debe tener ningún lazo de consanguinidad con la víctima, pero en la comida pueden tomar parte todos los de la familia. El canibalismo no implica ninguna fiesta ni regocijo. Al contrario, es una comida que se efectúa con gran sentimiento y tristeza”. Otras versiones merecen menos crédito, e inclusivo son tributarias de plena desconfianza, como la siguiente noticia publicada por “El Universal” de Caracas, de fecha 7 de noviembre de 1952, transmitida desde Maracaibo: “Los Motilones son antropófagos. La impresionante versión fue facilitada por los componentes de una comisión que se internó hace dos semanas en las selvas que bordean la Sierra y observaron cómo estos salvajes descuartizaban a una persona no identificada y después de asarla -al uso de la ternera'' se la comían, danzando alrededor de una hoguera, tal como se observa en las películas”.
A este respecto, Acosta Saignes (1954) escribe: En todo caso, nótese como en la misma descripción de Reichel hay la indicación de los antiguos cronistas de que el acto de la antropófaga es doliente y de que, además, no puede victimar al escogido ningún pariente consanguíneo. En verdad el ritual comienza por la escogencia, realizada por parte de los guerreros. La descripción, cualquiera se la causa inicial que impulsa a los Motilones, indica sin duda un ritual, semejante, por cierto, al que hemos visto descrito por los escritores de los siglos XV, XVII y XVcommentCounter. No sería imposible que la necesidad de alimento hubiese tendido a la conservación del antiguo canibalismo. Pero los Motilones, quienes han conservado sin duda el sacrificio de corazones y la preferencia por las extremidades, indudablemente practican siquiera parte del antiguo complejo antropofágico. ¿Cuáles causas originaron el canibalismo? Volhard ha observado que en realidad la porción del complejo que podemos conocer por las descripciones de los siglos recientes no representan sino la decadencia de muy antiguas formas, de las cuales no ha quedado memoria. Conocemos, sí, un hecho: la significación del ritual antropofágico. Aparte su significación de magia simpática, es decir, la ingestión de un ser dotado de muchas cualidades para adquirirlas, se comprueba la existencia de este canibalismo entre puebles agrícolas de escasa capacidad productiva. Fue originado o no el canibalismo en la necesidad biológica de consumir carnes o cloruros, la antropofagia aparece estrechamente unida a la incapacidad de abundante producción agrícola. Una ingenua observación de la naturaleza conduce a la conclusión de que el mejor fertilizante es el propio hombre, pues él es capaz de crear nuevos seres humanos. Su sangre y su carne resultan los seres más vivos, más fecundos, donde reside la vida mejor, el potencial mayor. Las potencias secretas de la fertilidad se han de sentir agradadas solo por la ofrenda del propio hombre, especialmente del esforzado, del valiente, del creador, del activo. Desaparece el canibalismo únicamente cuando la capacidad de producción de las sociedades y cuando sus conocimientos científicos, a la angustia. De los cultivadores inferiores. Puede conservarse tanto como entre los Motilones, cuando los pueblos resultan marginados, perseguidos. Cuando, para vivir, cerca de quienes poseen todos los medios técnicos que producen alimentos, han de errar, como fieras malignas, entre las selvas. Invocan a sus viejas deidades, tratan de movilizar las únicas fuerzas que imaginan propicias. Para ello, continúan siendo la ofrenda mejor el propio hombre. Ya Humboldt hacía observar que la antropofagia y la costumbre de los sacrificios humanos ligada frecuentemente a ella, se encuentra en todos partes del globo y entre pueblos y razas distintos; pero lo que más llama la atención en el estudio de la historia es ver que los sacrificios humanos se conservan en medio de una civilización bastante adelantada y que los pueblos que tienen a gala devorar los prisioneros, no son siempre los más embrutecidos y feroces.
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“El Universal”, de Caracas, 20-3-55, publicó unas declaraciones de un Superior Misionero Capuchino, de Colombia, el P. Vicente de Valencia, a su paso por La Guaira, de regreso de Europa, que hacen referencia a los Motilones; he aquí el texto: “No son tan guerreros como se cree. Sí escandalosos y desprecian la vida ajena. Diariamente, mueren cinco o seis. Se les encuentra asesinados después de largas borracheras de las noches y como son tan duros, tan reacios al amor, se extinguen rápidamente. Dentro de pocos años, de seguir las matanzas entre ellos, no quedará un motilón. Los Motilones, esas fieras de la fama, no son fieras. Borrachos, jugadores, cuenteros, chismosos. Se abrazan y luego se matan a puñaladas y tratan a las indias con desprecio”. Hemos reproducido estas “declaraciones”, tomándolas de “Venezuela Misionera”.